Por Emiliano Maldonado
En la clase de civismo, todos los niños mexicanos han aprendido que de acuerdo a la definición “liberal” heredada de la Reforma juarista, la nación está conformada por la población, el territorio y el gobierno. En teoría, el gobierno en sus diferentes niveles tendría que ejercer una autoridad sobre la población residente en el territorio nacional y este último debería de estar bajo custodia y administración de las autoridades legalmente constituidas. En el papel todo suena muy bonito pero en la realidad las cosas son muy diferentes.
Para empezar, si un país es reconocido como soberano en su territorio, ese tiene que estar delimitado por fronteras y lamentablemente, las fronteras de México sólo existen en el papel, pues solo basta con que un número suficiente de pandilleros se reúne en gran cantidad para que este puede ingresar a nuestro país en plan desafiante y sin que nadie pueda hacer absolutamente nada para impedirlo.
Una vez dentro de nuestro territorio, los extranjeros se convierten en una población que en teoría debería de estar bajo autoridad de nuestro gobierno por encontrarse dentro del territorio nacional. Esto debería catalogarse como una infracción a la ley porque entraron ilegalmente, agrediendo a las fuerzas policiales e imponiéndose sobre la población local a la cual amenazaron. Sin embargo, lo que hacen las autoridades es negociar con ellos para “disolver” las caravanas y llevarlos a otras regiones del país, donde permanecen por tiempo indefinido, viviendo de lo que puedan obtener de los gobiernos y los habitantes locales, que se ven obligados a mantenerlos para evitar que delincan.
Al igual que las feministas, los huachicoleros o los pobladores que cierran carreteras para exigir la liberación de algún delincuente, los inmigrantes están totalmente exentos de la aplicación de la ley porque las autoridades se rehúsan a usar la fuerza pública contra ellos con el pretexto de los derechos humanos y el respeto a las “minorías”.
El territorio nacional tampoco se encuentra bajo la autoridad real del gobierno, puesto que son las mafias las que deciden quién puede entrar a nuestro país. En condiciones normales, son las autoridades del gobierno las que tendrían que sellar los pasaportes de los extranjeros que ingresan y denegar la entrega de quienes no cuentan con la documentación necesaria para que sean expulsados a través de un papeleo que se realizaría teóricamente en instalaciones oficiales. Sin embargo, en Tapachula son los sicarios del crimen organizado los que aprueban la entrada de los extranjeros y sellan los brazos de los migrantes como si fuesen animales para después secuestrarlos y pedir rescate a sus familiares en otros países.
En la frontera norte, la situación es aún más surrealista porque el concepto de frontera solo es válido para ir a los Estados Unidos pero no al revés, pues nuestro gobierno asume tácitamente que México es una extensión de los Estados Unidos y que cualquiera puede entrar aquí sin ningún tipo de control.
Estamos conscientes de que nuestro concepto de nación como nacionalistas es totalmente diferente al heredado de la reforma liberal pues para nosotros, la nación es inseparable del sustrato étnico que la originó y de la cultura de un pueblo que tiene una continuidad con la historia.
Sin embargo, la defensa del concepto liberal de nación, por más burdo y mediocre que este pueda ser, es una necesidad imperiosa ante el caos y la desintegración que estamos viviendo.