Por Juan C. López Lee
El hecho de que algunos “intérpretes” se están rehusando a cantar “narcocorridos” pese a que no exista ninguna prohibición, como ya lo ha señalado la Presidenta, ha propiciado que el populacho que asiste a esos “conciertos” reaccione de manera violenta con actos de vandalismo. En el papel, la negativa de algunos intérpretes a continuar con el espectáculo acostumbrado obedece a cierta “cruda moral” ante los reiterados llamados de las autoridades mexicanas, que ahora apuestan por renovar el “espíritu cívico”. Sin embargo, muchos de estos pseudoartistas residen en los Estados Unidos y tienen sus sedes financieras en ese país. De ahí que las presiones de Trump les sean particularmente lesivas. Después de todo, la “narcocultura” no es un verdadero producto de la cultura nacional mexicana como si lo es la lucha libre, sino un engendro globalista fraguado y cobijado desde Estados Unidos, cuyas autoridades infiltraron al crimen organizado en las comunidades mexicanas para evitar que estas se revelaran contra la “democracia” anglosajona. La narcocultura, al igual que las pandillas salvadoreñas, el culto de la “santa muerte” y otras manifestaciones decadentes del fenómeno urbano en México y los países vecinos han sido fabricados y comercializados en Estados Unidos para oprimir y dominar a nuestros pueblos.
Sin embargo, es innegable que el narcotráfico local también incidió en el “reacomodo” general del folclor musical. Y es que en el transcurso de las últimas tres décadas, mucho antes de que los corridos “tumbados” aparecieran, la música de banda proveniente de las áreas dominadas por narcotraficantes en Sinaloa y Durango ya había desbancado a la música ranchera como la “música oficial”. Bien dice el dicho que “el que paga manda”. Por ende, tanto los sones jarochos como la música huasteca, la chilena guerrerense o los tríos yucatecos se han convertido en una verdadera rareza y las formas más tradicionales de este folclor como los “alabados” o el canto cardenche en el norte de México prácticamente desaparecieron.
Algo que frecuentemente se pasa por alto, por ejemplo, son las obvias semejanzas entre la música de las bandas sinaloenses y las bandas gitanas en Serbia o Croacia, al igual que la “división” por clanes y familias que dieron origen a la mafia tanto en México como en Europa Oriental. Si pudiéramos rastrear el árbol genealógico de los capos, es casi seguro que podríamos encontrar a sus parientes entre los gitanos del mundo eslavo, cuyos ancestros se establecieron en el norte del país con la Intervención Francesa. Por ende, el encumbramiento del narcotráfico no solo hizo posible la destrucción del tejido social sino también el fin de la música regional mexicana. Sin embargo, no todo es “venido de fuera”.
Hoy por hoy, la narcocultura es la norma en un país donde desaparecen los periodistas y ejecutan a funcionarios públicos a diario, donde la droga que no puede venderse en Estados Unidos ahora circula en las calles y las autoridades felicitan a los carteles por sus “actividades” en pro de la infancia, tal como ha sucedido en Jalisco. En mayor o menor medida, los carteles son sucesores históricos de los infames ejércitos informales del “pinto” Juan Álvarez y otros falsos héroes que cobraban impuestos falsos, extorsionaban a los comerciantes, asesinaban a los políticos y prostituían a las jovencitas. En la época de Santa Anna, estos bandoleros lograron debilitar suficientemente a nuestro país como para fragmentar el poder y permitir que los Estados Unidos ocuparan nuestro territorio. Cuando los yanquis entraron a nuestro país, ellos encontraron una población totalmente desmoralizada, esto sin contar con que el propio Juan Álvarez usó las armas que debió haber usado para combatir el invasor como un medio para combatir al gobierno. Y así como estos bandoleros llegaron a convertirse en “héroes”, el sistema actual rinde homenaje a los narcotraficantes a través de series televisivas y festivales que presentan al sicario como el más noble ejemplo de masculinidad en un país donde se obliga a los hombres a feminizarse y a vivir bajo una ginecocracia basada en el aborto, la promiscuidad femenina y la precarización del trabajo.
Queda además de manifiesto la falsedad de los argumentos en torno a la política social del obradorismo, cuyo fracaso es evidente desde el momento en que cientos de personas son constantemente engañadas por falsas ofertas de empleo, pues muchos son llevados a sitios desconocidos donde se les secuestra o mata. A la larga, el asistencialismo fracasa porque mantiene a la gente en una condición de medianía crónica, que deja inermes a las familias cuando el adulto mayor de la casa fallece y los jóvenes desempleados se ven obligados a enfrentar una realidad apaleante, pues no hay empleo ni remuneración justa ni esperanza. De entrada, hasta el más mínimo intento de un joven o de una madre soltera por poner un negocio, se ve truncado por las extorsiones de los criminales.
La narcocultura es a la vez, el inimaginable resultado de una inmigración europea poco estudiada, que es la de los gitanos. Es además, un fenómeno regional producido por la fragmentación deliberada del poder en México a cargo de los intereses anglosajones, y un producto del globalismo. Sin embargo, lo más preocupante es su fusión con otra anti-cultura, que es la del lumpen. Es decir, la “cultura” de los barrios bajos en las grandes metrópolis donde abunda la pobreza crónica, el desempleo transgeneracional, los basureros y los vicios. El lumpen es el peso muerto que los trabajadores mexicanos debemos cargar sobre nuestras espaldas pues se trata de millones de personas en las zonas conurbadas y en los cinturones de miseria de las ciudades, que al carecer de disciplina para el trabajo y no poder ser absorbidos por el mercado laboral terminan recurriendo la delincuencia, al pillaje y a lo poco que pueden arrebatarle al estado por medio de la extorsión. Los apoyos a huachicoleros, son un claro ejemplo de ello. Y el lumpen es ante todo un instrumento de represión a cargo del poder corrupto del régimen, que a través del populismo preserva sus guardias pretorianas para reprimir al pueblo.
El lumpen y la narcocultura son otra forma más de la dominación del capitalismo globalizado.