Un artículo de C. R. Guijarro, JNM-Jalisco
Sobra extenderse explicando lo que todos ya sabemos. Desde hace más de un año, el mundo se enfrenta a una pandemia. Mucho se puede discutir sobre las medidas que pudieron haber tomado los gobiernos para evitar que esta situación se tornara tan conflictiva o sobre la responsabilidad que deriva de la tragedia, pero lo único cierto es lo que cada uno de nosotros ha vivido en estos meses largos y convulsos. Desde luego que la pandemia no ha afectado a todos por igual. Estudiantes, trabajadores, comerciantes o artistas tienen todos “algo que contar”. Pero sí podemos mencionar un factor común al que todos, sin excepción, nos hemos enfrentado: el distanciamiento social.
Fuera del cierre de espacios públicos, las restricciones en el número de personas que podían reunirse o la directa orden estatal de permanecer en casa, todos vieron reducidas sus interacciones con otros seres humanos. Muchas veces, encerrados entre cuatro paredes, lejos de los compañeros de clase o del trabajo, de los amigos o incluso de la propia familia, millones de personas recurrieron a la única -o aparentemente la única- salida que tenían para evitar el aburrimiento y escapar de la soledad: el internet.
La virtualidad no se impuso ni surgió durante la pandemia. Simplemente se revitalizó y llegó a cada ser humano con redoblada consistencia. A través de las pantallas, escapamos de la crudeza de la realidad a la que nos enfrentábamos siempre que los aparatos que usábamos a diario lo permitieran.
Ante el aburrimiento, se nos abría una ventana hacia entretenimiento ilimitado; ante la soledad, se nos presentaba una forma instantánea de relacionarnos con el mundo; ante una realidad amenazante y un futuro incierto, surgía una realidad virtual a la cual escapar, una droga perfecta que nos mantuviera embriagados mientras durase la tempestad, y, por qué no, aun cuando ésta terminara.
Así, pasaron los meses y vimos cómo, de forma constante, rápida e inevitable, ligábamos nuestras vidas cada vez más, de forma más estrecha, a aquellos dispositivos brillantes que nos contactaban con el mundo, que nos entretenían y permitían seguir operando como seres humanos funcionales e informados. Esta estrecha relación con la tecnología, esta gran dependencia a servirnos diariamente de estos medios no era algo nuevo. Ya existía antes de la pandemia y solo se consolidó.
A lo largo de los años, los seres humanos nos habíamos acostumbrado a tener un celular en el bolsillo, sobre la mesa o sobre el escritorio, pero siempre a la mano. Nos habíamos acostumbrado a revisar diariamente las redes sociales, y consumir cantidades exageradas de información vacía e irrelevante, graciosa si suerte teníamos. Nos habíamos acostumbrado a ceder fácilmente ante los estímulos visuales que nos llegaban a través de la pantalla, a pasar más tiempo del que nos gustaría aceptar con la mirada fija en esa fuente inmensa de novedoso entretenimiento, de cuantiosos y olvidables saberes, de superfluas y surreales experiencias.
Antes de la pandemia, era ya costumbre nuestra que fuese un celular lo último que viéramos antes de irnos a dormir, y lo primero que viéramos al despertar. Siendo así, ¿qué cambió en el momento en que nos vimos en la necesidad de quedarnos en casa, enfrentados a una realidad confusa, incómoda y extraña para nosotros? ¿La pandemia nos cambió de alguna manera?
Si antes podría considerársenos dependientes a los hombres modernos de estas tecnologías, del entretenimiento y las interacciones virtuales, de los videojuegos y los videos de TikTok, del internet vaya, ¿qué puede decirse de nosotros ahora?
Esta tecnología forma ya parte primordial de nuestras vidas. En el momento que la pandemia se alzó sobre el mundo, fuimos lanzados de lleno a la red que conecta incontables dispositivos, que a través de ingeniosos medios, llega a cada rincón, a cada hogar, a cada ser humano.
Esta es la creación del hombre. Una creación que mientras crecía y tomaba forma, se enredaba entre la humanidad, hasta apresarla y dominarla. Así está la sociedad en que vivimos. Una sociedad a la que le faltaba tan sólo una gota más para que nos entregásemos por completo a estas brillantes creaciones.
Y que llegado el momento, se dejó penetrar aún más por un elemento intrusivo, ajeno a su naturaleza. Se ha vuelto desde hace años, y cuánto más con la pandemia, una sociedad atomizada, para la cual las redes sociales no hacen más que alejar a las personas de otras personas -reales- de su realidad inmediata, de su entorno, de su comunidad y hasta de sí mismos, a la vez que forjan a los individuos a su imagen y semejanza, seres hechos por y para la brevedad y lo instantáneo.
Colmados hasta el cansancio por las frivolidades, falsas polémicas, memes y estímulos constantes y adictivos, toca pensar hasta qué punto deberíamos permitir que este elemento incómodo se apropie de nuestra atención, nuestra energía, nuestro tiempo y de nosotros mismos.
De nosotros depende si nos dejaremos controlar así, como perros condicionados o si nos haremos responsables de nosotros mismos, porque de seguir las cosas así, la sociedad pospandemia no nos traerá grandes sorpresas. Ni siquiera cuando los cubrebocas caigan en el olvido.