Historia

Leopoldo Zea, pigmentocracia e identidad

Hace ya muchas décadas el pensador Leopoldo Zea, en uno de sus ensayos más famosos, se preguntaba acerca de la identidad del mexicano, aduciendo que esta cuestión tan profunda sólo nos preocupa a los mexicanos o a los iberoamericanos pero no a los europeos.

Zea menciona también que ni Platón o Descartes o Kant alguna vez se preguntaron sobre lo que es ser griego, francés, inglés o alemán. Acertadamente, el autor identifica esta situación como una manifestación de etnocentrismo europeo, además de que reconoce a Aristóteles como el padre de este etnocentrismo.

En efecto, bien pudo haber sido la adopción de la filosofía aristotélica a través de Santo Tomás de Aquino, lo que convirtió al cristianismo occidental en un etnocentrismo ideológico, donde el hombre europeo aparece como superior a los demás, a quién se identifica como el civilizador por excelencia. Esto no quiere decir que desdeñemos la extraordinaria labor sistematizadora del doctor angélico con respecto a la tradición patrística, que es patrimonio de todos los cristianos y no solo de los occidentales. Además, tanto los tomistas como los anti tomistas prefieren ignorar que tras una experiencia mística en la celebración litúrgica, Aquino le dijo a su colaborador Reinaldo: “Ya no puedo escribir. He visto cosas que hacen que mis escritos sean como paja”.

Más adelante, los pocos movimientos eclesiales que en su momento denunciaron al escolasticismo o a su postura legalista y proto materialista, frecuentemente terminaron reprimidos, como les sucedió a los jansenistas, que fueron acérrimos seguidores de San Agustín. Aún así, incluso el jansenismo tenía un fuerte sabor aristotélico en cuanto a su etnocentrismo, ya que desde un primer momento, Aristóteles elaboraba sus teorías y disertaciones teniendo como base al hombre universal, cuya experiencia de la vivencia humana se convertía en la única experiencia posible en cualquier humanidad, poniendo fuera de la misma a los mal llamados bárbaros.

Desde entonces, el etnocentrismo imperante nos ha acostumbrado a considerar como bárbaros a los indígenas americanos, a quienes el conservador católico Cristian Rodrigo Iturralde cataloga como salvajes por no dar espacios de poder a las mujeres o aceptar el homosexualismo, o qué mejor, a los árabes o afganos musulmanes que se niegan a adoptar las bondades de la libertad occidental y las combaten violentamente. Lo curioso es que en tiempos de Aristóteles, esos griegos de aspecto mediterráneo y baja estatura veían a los pueblos germánicos como bestias rubias, a quienes se podía deshumanizar por salvajes y bárbaros.

En efecto el mexicano está tan acostumbrado a desvalorizarse a sí mismo, que la pigmentocracia y el complejo de inferioridad se ha enraizado fuertemente en su mentalidad, que también estaba presente en nuestra propia tradición prehispánica, pues los propios aztecas utilizaban términos despectivos para referirse a otras etnias. Sin embargo, fue el cristianismo hispánico el que reinterpreta las doctrinas de Aristóteles en un sentido más instrumental. Desde aquel punto de vista, compartido por Sepúlveda y compañía, si el supuesto bárbaro o el nativo se resistía a la dominación, este era un subhumano al que se debía someter mediante la guerra.

La narrativa de la leyenda negra contra España va encaminada precisamente en esa dirección. Sin embargo, a diferencia de lo que sucedió entre los calvinistas estadounidenses, donde encontramos una restauración de este ideal aristotélico, la visión más preponderante en el cristianismo hispánico era la humanitaria, dónde el nativo es algo así como un niño al que se debe civilizar, ciertamente una persona con alma pero no completamente humano, puesto que nunca se le daría el trato de adulto. Tan es así que hasta el virrey del Perú Francisco de Toledo, alguna vez mencionó que los indios antes de hacerse cristianos tenían que hacerse hombres.

Eso sí, habría que decir que por lo menos en el caso iberoamericano, existía una tercera postura, propia de las personas cultas y con sentido común al estilo del padre José de Acosta, qué lejos de considerar a los nativos de América cómo inferiores, se veía a sí mismo como en una máquina del tiempo, donde los indígenas eran, por supuesto, gente de Occidente pero pertenecientes a otra época, como si su presencia en América fuese una ventana hacia a la antigüedad romana o íbera.

Otro aspecto a considerar es que la pigmentocracia no es análoga a las relaciones de dominación existentes antes de la época moderna, pues para tal efecto el apelativo de “bestias rubias” contra los alemanes en el Imperio Romano no era un apelativo racista, pues siempre hubo romanos rubios. En el caso azteca, nada indica que la piel de los cuitlatecos fuese más clara que la de los nahuas. Tanto los hebreos como los romanos recalcaban lo referente a la piel negra de los etíopes pero no por eso los consideraban “bárbaros”. E igualmente, la aparente ausencia de contenido expresamente racista en el sistema virreinal a comparación de lo que sucedió con los mexicanos en Nuevo México, Texas y California tras la ocupación yanqui, sugiere más bien, que la pigmentocracia es funcional a la relación modernamente capitalista entre vencedores y vencidos, situación que no se dio en el México virreinal.

Volviendo a lo que nos atañe, lo que Leopoldo Zea decía era que para el europeo, el debate sobre la identidad ya sea en público o dentro de la propia conciencia de la gente, era irrelevante porque conforme a la aristotelismo, el hombre blanco es el ser humano normativo. Sin embargo, esta solo es una verdad a medias, pues lo que el autor no menciona es que la pregunta de la identidad también ha acompañado a las naciones europeas.

Parafraseando a Dugin cuando habla de Rusia, la propia historia de España ha sido una discusión dialéctica con la civilización occidental y la propia Europa. Al menos hasta antes de la segunda mitad del siglo XX, los pensadores franceses no consideraban a España como una nación europea. Hoy mismo, tanto la genética como la historia han demostrado que España siempre fue diferente, quedando España y Rusia en las antípodas de lo que es, geográficamente, Europa, pero no la civilización occidental moderna. La España de hoy, subyugada a la civilización occidental y a la Unión Europea, perdió mucho más de lo que ganó.

Por si fuera poco, Napoleón Bonaparte, un hombre de raíces italianas y nacido en Córcega, se sorprendió cuando veía la gran diversidad cultural que había en Francia, a un grado en qué el propio emperador llegó a dudar que Francia existiese más allá de su concepto. Sin embargo, Napoleón sigue siendo el máximo icono de la nacionalidad francesa. Además, Francia ya era Francia mucho antes de Napoleón.

En México los debates acerca de la identidad siguen siendo frecuentes en algunos círculos intelectuales pero no hay que olvidar que a pesar de cualquier discrepancia entre quienes hablan de hispanidad o de indigenismo, México es un hecho irrefutable. De ahí la necesidad de saltar de la cultura a la política para construir un estado verdaderamente nacional.

Más vale entonces que hagamos lo de Napoleón. Es decir, conquistar el mundo. Ya en otros momentos, seguiremos discutiendo sobre la identidad.

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